
La propuesta de reforma al Poder Judicial ha acaparado la conversación pública por su potencial para modificar las estructuras y dinámicas de la impartición de justicia en México. Sin embargo, dentro del amplio debate político y social, poco -o nada- se ha dicho sobre los efectos que dicha reforma podría tener en el ámbito de la buena gobernanza pública, particularmente en lo que concierne al control jurisdiccional de la administración pública.
A primera vista, el enfoque de la reforma parece orientarse hacia la democratización de la judicatura, el fortalecimiento de los mecanismos de selección y sanción de jueces, y la transformación de los órganos superiores del Poder Judicial. No obstante, no existe un solo elemento en la iniciativa que indique que los problemas estructurales más graves de la administración pública -como la corrupción, la opacidad o la ineficacia en el ejercicio de funciones- vayan a ser enfrentados, o siquiera considerados.
El derecho administrativo no solo regula la actividad del Estado en sus funciones de servicio público, regulación y coerción, sino que también es el instrumento normativo por excelencia para garantizar la buena administración. Este principio, recogido en múltiples ordenamientos nacionales e internacionales, exige una actuación pública basada en la legalidad, la eficiencia, la rendición de cuentas y el respeto a los derechos de los particulares.
Desde esta perspectiva, el control jurisdiccional de los actos de la administración pública es un pilar insustituible para asegurar la legalidad en la actuación estatal y proteger a los ciudadanos frente a excesos o ineficiencias. Sin embargo, el diseño institucional actual enfrenta retos severos: cargas de trabajo excesivas, resoluciones contradictorias, falta de especialización y ausencia de políticas de mejora continua.
La reforma judicial propuesta no introduce mejoras estructurales al funcionamiento del sistema de justicia administrativa. No contempla una revisión del sistema de tribunales contencioso-administrativos, no aborda los cuellos de botella procesales, ni plantea herramientas para fortalecer el análisis técnico-jurídico de los actos administrativos.
Esto es preocupante, ya que los tribunales administrativos cumplen una función estratégica: actúan como contrapeso ante la discrecionalidad de las autoridades, sancionan ilegalidades y obligan al Estado a respetar los principios de legalidad, motivación, transparencia y eficiencia. En otras palabras, son esenciales para controlar al poder público, no solo desde el plano constitucional, sino también en su dimensión cotidiana y operativa.
No puede haber buena administración sin un control jurisdiccional eficaz. El derecho administrativo no es un accesorio del Estado de derecho, sino su columna vertebral operativa. Y sin una reforma judicial que lo reconozca, seguiremos arrastrando un aparato administrativo disfuncional, donde el abuso, la ineficiencia y la impunidad permanecen como norma.
En el debate público, la reforma judicial se ha presentado como un remedio casi milagroso para males como la corrupción, la impunidad, el rezago judicial o la desconfianza ciudadana. Sin embargo, esta visión parte de un supuesto equivocado: que basta con cambiar las reglas del juego judicial -o a quienes las aplican- para que el sistema funcione. Pero la corrupción y la mala administración no son fallas exclusivas del Poder Judicial; son síntomas de un problema mucho más profundo: el deterioro estructural de la gobernanza pública en México.
Combatir la corrupción requiere mirar más allá del sistema de justicia. Supone examinar cómo operan las instituciones públicas, cuáles son sus incentivos, cómo se toman las decisiones administrativas y qué tan eficaces son los mecanismos internos de control y rendición de cuentas. En ese sentido, la reforma judicial es, en el mejor de los casos, una pieza menor dentro de un engranaje mucho más amplio, que hoy no se está atendiendo.
Un error común en el diseño de políticas públicas es asumir que el control jurisdiccional -es decir, la capacidad de los tribunales para sancionar actos ilegales o corruptos- es suficiente para garantizar la legalidad e integridad del aparato estatal. Si bien es una herramienta clave, llega tarde en la cadena de gobernanza: actúa cuando la decisión ya fue tomada, el daño ocurrió y los efectos son difíciles de revertir.
Lo que realmente previene la corrupción y asegura una buena administración es un sistema robusto de controles previos, capacidades institucionales fortalecidas, marcos normativos claros, datos abiertos, evaluación continua y liderazgo funcional. Ninguno de estos elementos forma parte del debate actual.
La administración pública -en todos sus niveles y órdenes- sigue operando con estructuras rígidas, incentivos desalineados y sin una profesionalización plena. Las políticas no se evalúan, los proyectos se adjudican sin criterios técnicos y la rendición de cuentas se reduce, muchas veces, a trámites formales sin consecuencias reales.
En este contexto, los actos ilegales o ineficientes no son excepcionales: son previsibles. Y cuando el único remedio propuesto es “esperar a que los tribunales sancionen”, el sistema entero queda atrapado en una lógica reactiva e inoperante. La corrupción no es solo un problema judicial: es, sobre todo, una crisis de gestión pública.
Paradójicamente, uno de los espacios más relevantes para controlar al Estado -la justicia administrativa- ha sido completamente ignorado por la reforma. No se habla de fortalecer los tribunales contenciosos, de profesionalizar a sus jueces, ni de agilizar los procesos para impugnar actos de autoridad. Tampoco se menciona la urgente necesidad de mejorar los mecanismos de sanción por faltas administrativas graves, ni de articularlos con el Sistema Nacional Anticorrupción.
Dicho de otro modo: no se está reformando la parte del sistema que permite, día con día, que el poder público actúe con legalidad, eficiencia y respeto a los ciudadanos.
El mayor defecto de esta reforma no es solo su contenido, sino su falta de visión institucional. No parte de un diagnóstico integral de la gobernanza en México, ni se articula con los otros poderes del Estado, ni con los órganos autónomos, ni con los sistemas de fiscalización y control. Es una propuesta aislada, con alto contenido simbólico, pero con escaso potencial de impacto en la operación real del Estado.
En otras palabras: se está cambiando al árbitro sin revisar el estado del campo, la calidad de los jugadores ni las reglas del partido.
La corrupción y la mala administración no son producto exclusivo de un mal diseño judicial. Son consecuencia de estructuras institucionales deficientes, liderazgos ausentes y un aparato público sin control interno, sin evaluación y sin mejora continua.
Por eso, una reforma judicial que no dialogue con la reforma administrativa, con la mejora regulatoria, con la profesionalización del servicio público y con la transparencia operativa de las instituciones, está destinada a fracasar.