Uno de los mayores retos que enfrenta el sistema de salud de México es garantizar el ejercicio efectivo e igualitario del derecho a la protección de la salud, consagrado en el artículo 4.° constitucional. Este fue un tema central en el proceso de cambio estructural de la salud emprendido entre 1983 y 1988. Volvió a ocupar un lugar privilegiado durante las reformas que dieron origen al Sistema de Protección Social en Salud en 2003. El tema vuelve a ser crucial en la coyuntura actual dada la desaparición del Seguro Popular y su accidentada sustitución; primero, por el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi), y después por el IMSS-Bienestar.
En la primera parte de este texto se discute brevemente el lugar que ocupa el derecho a la protección de la salud dentro del amplio campo de los derechos humanos. En la segunda parte se describe la manera en que ese derecho se incorporó a nuestra Constitución en 1983 y cómo se operacionalizó, veinte años después, con las reformas a la Ley General de Salud. Termina con una reflexión sobre las consecuencias que en esta materia tiene el desmantelamiento del Seguro Popular, no sólo en sus aspectos programáticos y financieros, sino, de manera aún más importante, en sus fundamentos éticos.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos estableció en 1948 las bases para la promoción de la libertad y la justicia en todo el mundo. Este documento seminal identificó un cuerpo de derechos civiles, políticos y sociales cuyo ejercicio universal debería garantizarse. El fundamento de los derechos humanos es la idea, establecida por los filósofos de la Ilustración europea, de que todas las personas tienen una humanidad común y, por lo tanto, los mismos derechos.
Los derechos sociales tienen que ver con la satisfacción de las necesidades básicas, como la vivienda, la educación y la salud. En contraste con los derechos civiles, que suponen la no interferencia del Estado en su ejercicio, los derechos sociales se han caracterizado como “derechos positivos” porque demandan la activa participación del Estado en su garantía. El reto ha sido definir los beneficios específicos requeridos para darle cuerpo a esos derechos.
De hecho, en el campo de la salud ha habido una larga polémica sobre la manera de operacionalizar el llamado derecho a la salud. La primera pregunta a la que se ha intentado responder en esta discusión es si podemos garantizar el derecho “a la salud” o sólo el derecho “a la atención o la protección de la salud”.
Esta fue una de las discusiones centrales que se produjo en México en 1982, cuando estaba en proceso de diseño lo que se llamó el “cambio estructural en la salud”, tema de la segunda parte de este ensayo. Esta reforma, encabezada por Guillermo Soberón, tuvo un sustento legal extraordinario gracias a la participación de un notable grupo de juristas, entre quienes destacan Diego Valadés, José Francisco Ruiz Massieu, José Antonio González Fernández y Sergio Sandoval.
Con las aportaciones esenciales de estos abogados, el tema de la salud pudo por fin tener cabida en la Constitución de México. La redacción por la que se optó no fue la del “derecho a la salud” sino la del “derecho a la protección de la salud”, que se incorporó al artículo 4.° constitucional el 3 de febrero de 1983. Implícita en esta elección estaba la idea de que la salud absoluta no puede conseguirse y que lo que puede ofrecerse son servicios para alcanzar aquel nivel de salud que es asequible dado el estado de la ciencia y la tecnología. Esta formulación es consistente con la noción contenida en el preámbulo de la Constitución de la Organización Mundial de la Salud, también de 1948: “El goce del grado máximo de salud que se pueda lograr es uno de los derechos fundamentales de todo ser humano”.
La contribución seminal de esta formulación fue el concepto de un máximo nivel de salud alcanzable en un momento y lugar dados. La brecha entre ese nivel alcanzable y el que de hecho se alcanza define el grado en que el derecho a la salud se está ejerciendo en los hechos. Se trata de un concepto relativo y dinámico, pues contempla la posibilidad de un incremento gradual de lo alcanzable por avances tanto de la ciencia y la tecnología como del desarrollo económico y social de un país.
Un año después de la histórica enmienda a la Constitución mexicana y también con la participación central del grupo de juristas antes mencionados, se expidió la primera Ley General de Salud, que sustituyó al Código Sanitario decimonónico.
La incorporación del derecho a la protección de la salud generó un gran entusiasmo, pero también hubo llamados a la cautela en relación con su posible impacto. Los textos de derecho dejan muy claro que las constituciones como las de México tienen tres tipos de provisiones: positivas, que generan derechos y obligaciones; organizacionales, que establecen los arreglos de las instituciones constitucionales, y programáticas, que fijan propuestas de acción para los poderes constituidos.1
El derecho a la protección de la salud se ubica en este último grupo y, como tal, representa una guía para la acción pública. En un artículo publicado en 1983, unos meses después de incorporado el derecho a la protección de la salud a la Constitución mexicana, Francisco Ruiz Massieu señaló:
Quien trabaja con normas jurídicas sabe que el derecho es más que un instrumento de coacción […] es una representación del futuro social, porque es motor de la dinámica política.2
Más adelante, el autor hace un llamado a acelerar el cambio en la sociedad mexicana para democratizarla, creando, entre otras cosas, las condiciones para garantizar el ejercicio efectivo de los derechos sociales.
Hay algo que es necesario enfatizar. Al convocar a un grupo distinguido de abogados para modernizar las bases legales del sistema de salud, el doctor Soberón estaba enviando un mensaje muy claro: que la ciencia jurídica ocupa un lugar central en la formulación de las políticas públicas.
Las condiciones de las que hablaba Ruiz Massieu en el artículo antes citado se dieron en el año 2000, cuando Vicente Fox fue electo presidente de México. Este hecho marcó la culminación de un prolongado proceso de transición a la democracia.
La alternancia en el poder mostró que México había hecho grandes avances en el ejercicio de los derechos civiles y políticos. El siguiente desafío era abatir las desigualdades mediante el ejercicio universal de los derechos sociales, incluyendo el derecho a la protección de la salud.
Este derecho ya se había incorporado a la Constitución, pero no todo mundo podía ejercerlo. La mitad de la población, afiliada a las instituciones de seguridad social, gozaba de protección social en salud. Contaba con una serie de leyes que hacían exigible la atención a la salud. La otra mitad, la población no asalariada —que incluye a los autoempleados, a los trabajadores de la economía informal, a los desempleados y a las personas que están fuera del mercado de trabajo— sólo recibía servicios de salud básicos bajo un esquema asistencial.
En 2001, el nuevo gobierno federal anunció la implantación de una nueva reforma al sistema de salud cuyo principio básico era la idea de que la atención a la salud no es una mercancía, un objeto de caridad o un privilegio, sino un derecho.3 Su concepto rector fue la “democratización de la salud”, que suponía la expansión de la democracia al ámbito de los derechos sociales.
De acuerdo con Vivian Brachet, socióloga de El Colegio de México, la transformación de la atención a la salud en un verdadero derecho social exige el cumplimiento de tres condiciones:
i) La definición de los beneficios en salud que todos los ciudadanos podrán recibir
ii) El establecimiento de mecanismos para garantizar que la gente pueda legalmente demandarlos
iii) El diseño de instrumentos financieros para asegurar su sustentabilidad.4
El concepto de “democratización de la salud” estableció las bases éticas de una serie de reformas a la Ley General de Salud, diseñadas nuevamente por un sólido grupo de juristas. El propósito principal de esas reformas fue precisamente convertir a la atención a la salud en un derecho universal mediante la creación del Sistema de Protección Social en Salud y su brazo operativo, el Seguro Popular. Estas reformas se aprobaron en 2003 y entraron en vigor el 1 de enero de 2004.
El nuevo seguro hizo explícitos los beneficios en salud a los que tendrían derecho sus afiliados, contó con un mecanismo financiero que aseguró su sustentabilidad y empoderó a los ciudadanos para exigirlo.
Así pues, los tres requisitos señalados por Brachet para convertir el derecho a la atención de la salud en un verdadero derecho social se habían cumplido. De hecho, uno de los aspectos más interesantes del esquema financiero del nuevo seguro es que su punto de partida fue la definición y el costeo de los beneficios que harían operativo el derecho a la protección de la salud consagrado en la Constitución. Así, la nueva ley estipulaba las obligaciones presupuestales de los gobiernos federal y estatales que garantizaban la satisfacción de la demanda esperada de cada individuo afiliado al Seguro Popular.
Los beneficios explícitos comprendían 280 intervenciones del llamado Catálogo de Servicios Esenciales de Salud, el cual abarcaba prácticamente todos los servicios de primero y segundo nivel, así como un número creciente de intervenciones de alto costo, financiadas mediante el Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos, que hacia 2018 llegaba a 70, incluyendo el tratamiento de todos los cánceres en niños, el VIH/sida y el infarto agudo del miocardio, entre otros.
Además, las nuevas reformas le dieron sustento organizativo y legal a las tres formas de protección en salud: la protección contra riesgos sanitarios, que amparó la Comisión Federal de Protección contra Riesgos Sanitarios, creada en 2001; la protección de la calidad de la atención, promovida por la Cruzada Nacional por la Calidad de los Servicios de Salud, que estuvo activa entre 2001 y 2006, y la protección financiera contra los efectos económicos de la enfermedad y su atención, que garantizó el Seguro Popular.
Las consecuencias que en esta materia tiene el desmantelamiento del Seguro Popular son enormes. Este es el tema de la tercera y última parte de este texto.
En diciembre de 2019 se reformó la Ley General de Salud para cancelar el Sistema de Protección Social y sustituirlo con el Insabi, que ofrecería servicios de salud a la población no asalariada.
En términos de prestaciones, el decreto de creación del Insabi estableció que el nuevo instituto sería responsable de prestar servicios ambulatorios y de hospitalización general, pero no servicios de especialidad, que antes garantizaba el Seguro Popular. Esto puede considerarse formalmente una expropiación, que se define como la supresión de un derecho, en este caso, un derecho social.
El pésimo diseño financiero del nuevo Instituto y las pobres capacidades gerenciales del equipo de la salud de la actual administración federal, sumados a los recortes en la estructura organizativa de la Secretaría de Salud, hicieron que este proyecto naufragara, como lo demostró el dramático incremento de la carencia por acceso a servicios de salud, que pasó de 20 millones en 2018 a 50 millones en 2022. Se trata del mayor retroceso en la historia de nuestro sistema de salud.
A escasos 24 meses de haber establecido el Insabi, el gobierno federal anunció su intención de fortalecer el antiguo programa IMSS-Bienestar como responsable principal de atender a la población sin seguridad social. El anuncio reflejaba dos hechos: la falta de una estrategia de salud clara y el fracaso del Insabi. Este anuncio se formalizó mediante la creación de un nuevo organismo público descentralizado con el tortuoso nombre de Servicios de Salud del Instituto Mexicano del Seguro Social para el Bienestar. Más allá de los formalismos burocráticos, este IMSS-Bienestar redivivo terminará ahondando la segmentación del sistema de salud. La expresión más dramática de esta segregación es que los beneficiarios del IMSS-Bienestar sólo pueden acceder a centros de salud y hospitales generales distintos de los que dan servicios a los derechohabientes del régimen ordinario y están excluidos de los hospitales de alta especialidad. Se legitima así la realidad de un México con ciudadanos de primera y de segunda en materia de salud, un hecho inadmisible en una democracia.
Las consecuencias de estos cambios son muy profundas. La desaparición del Seguro Popular representa no sólo la destrucción de un programa, sino el desmantelamiento de un marco ético que consideraba a la salud como un derecho social exigible por la población y que se tradujo en un cuerpo de leyes que operacionalizó este derecho mediante la definición de los beneficios en salud que recibiría la población no asalariada en México y una estructura financiera que ofrecía certeza y sustentabilidad a la protección social.
En 2018 había ya 100 millones de personas con algún seguro público de salud. Más de la mitad estaban afiliadas al Seguro Popular, el cual había reducido las brechas entre las instituciones que atendían a la población asalariada y las que atendían a los no asalariados, los más pobres del país. Estábamos a un paso de conseguir la cobertura universal de salud y de crear un sistema integrado que ofreciera los mismos beneficios a toda la población. En vez de avanzar en ese sentido, el gobierno actual optó por regresar al pasado corporativista y consolidar la segregación de la atención a la salud.
Viendo hacia el futuro, es indispensable revertir el proceso de destrucción institucional y el retroceso catastrófico de los últimos años para retomar el camino del progreso. La visión es pasar del Seguro Popular al Seguro Universal de Salud, un seguro público unificado que garantice protección igual para todos.
Julio Frenk
Rector de la Universidad de Miami
Octavio Gómez Dantés
Investigador del Instituto Nacional de Salud Pública
Una versión modificada de este texto se presentó en la reunión sobre “Constitución, Educación e Investigación en México”, organizada por la Alianza para la Excelencia Académica, que se llevó a cabo en la Universidad Iberoamericana el 4 de septiembre de 2023.
Este artículo expresa los puntos de vista personales de los autores y no refleja la posición de las instituciones donde trabajan.
1 Gómez-Dantés O, Frenk J, Ibarra I. The road to universal health coverage in Mexico: From charity to social protection in health. Annals of Health Law 2013;22:373-385.
2 Ruiz-Massieu F. El contenido programático de la Constitución y el nuevo Derecho a la Protección de la Salud. Salud Pública de México 1983;25(4):353-357.
3 Secretaría de Salud. Programa Nacional de Salud 2001-2006. La democratización de la salud en México. Hacia un sistema universal de salud. México, D.F.: Secretaría de Salud, 2001.
4 Brachet-Márquez V. Ciudadanía para la salud: una propuesta. En: Uribe M, López-Cervantes M, editores Reflexiones Acerca de la Salud en México. México, D.F.: Fundación Clínica Médica Sur, 2001:43-47.
FUENTE: redaccion.nexos