La “Cuarta Transformación” (4T) se concibe como un movimiento que rompe, transforma y refunda. Rompe con el “régimen neoliberal” por causar la violencia, la corrupción, la impunidad, los privilegios y la desigualdad en el país. Transforma esa realidad con austeridad, honestidad y atención a los pobres. Refunda para iniciar una nueva nación, bien distinta a la que le precedió. Es por esta razón epopéyica que la 4T tiene que equiparar su narrativa a las tres grandes revoluciones que en nuestra historia de bronce han conformado a nuestro país: la independencia, la reforma y la revolución. En la idealización de sí mismos, López Obrador y sus seguidores entienden que lo que hoy hacen habrá de ser la culminación de la larga marcha que el pueblo mexicano les ha encomendado realizar para llevarlo al destino que históricamente tiene reservado. Un elemento básico de la narrativa “cuatroteísta” es considerar que cada una de esas revoluciones generó su propia constitución: 1824, 1857 y 1917, respectivamente. Más aún, que ello era necesario para que los acuerdos políticos —consensuados o impuestos— se recogieran en un texto político-normativo que, al quedar formalizados, les otorgara legitimidad y certeza.
De la misma manera que los movimientos nacionales a los que considera sus modelos, la refundación propuesta por la 4T estima necesario elaborar su propia constitución. Sólo así, supone también, podrá darse la formalización de los logros obtenidos, tal como lo hicieran sus antecesoras. La razón de esas pretensiones descansa en la necesidad de desarticular el señalado andamiaje institucional y normativo neoliberal, a fin de establecer los cimientos que la República requiere para alcanzar, finalmente, su feliz destino. Sin embargo, aquí surge una diferencia. Mientras que los textos precedentes provinieron de cruentas y fratricidas luchas, el texto de culminación y permanencia de la 4T resultará de una revolución de las conciencias. Gracias al proceso político iniciado por el propio presidente López Obrador como cabeza de un movimiento revolucionario que él mismo ha equiparado con el de Cristo o Gandhi. Para formalizar ese momento, simultáneamente de culminación y fundación, él y sus seguidores requieren de una nueva Constitución, más allá de que ésta se produzca mediante amplias reformas constitucionales o la convocatoria a un constituyente.
No debemos perder de vista que al inicio de su mandato, López Obrador fue enfático al señalar que su gobierno apostaría por la acción administrativa y no por las reformas constitucionales y legales, al menos por los primeros tres años. Este proceder obedeció, en una primera hipótesis, a las estimaciones que hizo en el sentido de que la voluntad presidencial legitimada por el voto popular era suficiente para impulsar los cambios que él y su movimiento buscaban. Sin embargo, al no lograr ni todas las modificaciones que ofreció ni, mucho menos, su consolidación, tuvo que echar mano del consabido expediente presidencial para juridificar su legado en normas jurídicas que, de algún modo, le permitan trascender el periodo sexenal por el cual fue electo.
Durante los primeros tres años de gobierno, López Obrador contó con una amplia mayoría en la Cámara de Diputados, y aun cuando la misma no era suficiente para reformar la Constitución en el Senado, finalmente pudo hacerlo respecto de 55 artículos. Se trató de un ritmo de cambio significativo, pero no inusual. De hecho, en los tres primeros años del sexenio del presidente Peña Nieto, se reformaron 92 artículos constitucionales. En las elecciones de 2021, Morena y sus aliados perdieron la mayoría calificada en la Cámara de Diputados, y el número de reformas constitucionales se redujo a sólo seis (una de ellas de un artículo transitorio). El análisis cualitativo de las reformas constitucionales muestra que, con excepción de aquéllas en materia de extinción de mandato y consulta popular, ninguna otra modificó las coordenadas básicas de la arquitectura constitucional. Incluso la reforma judicial de 2021 se limitó a ciertos ajustes funcionales y organizacionales que en modo alguno afectaron su posición de contrapeso institucional.1
Más importante que las reformas aprobadas, es destacar las que no lo fueron. En particular las relativas a la militarización de la Guardia Nacional, la eléctrica y la electoral. Cada una de estas propuestas implicaban modificaciones profundas al sistema constitucional en sus vertientes de seguridad pública, régimen de propiedad y reglas de acceso al poder. El presidente se topó con una pared institucional que, al parecer, le ha hecho revalorar su fuerza personal y repensar sus declaraciones iniciales sobre los alcances de su acción administrativa.
Así, al avanzar el sexenio, fue más evidente que los cambios necesarios para impulsar y consolidar la 4T requerían de modificaciones constitucionales. Que los contrapesos institucionales, en el Congreso y en el Poder Judicial, constituían un obstáculo a su proyecto. Ello se tradujo, en parte, en los virulentos ataques de las mañaneras a ministros y jueces pero, sobre todo, en la abierta declaración sobre la imperiosa necesidad de obtener mayoría absoluta en las elecciones de 2024. Muestra de lo anterior es que después de que los ministros de la Suprema Corte invalidaran el llamado “plan b” de la reforma electoral, el presidente anunció su intención de reformar la Constitución para que jueces, magistrados y ministros fueran electos mediante votación popular. Sus palabras son por demás claras:
…pensé que podíamos mejorar al Poder Judicial, pero no, está podrido, hay que llevar a cabo una reforma. Que la gente sea la que decida si se eligen los ministros y después de un tiempo a magistrados y después a jueces, hacer una buena propuesta de reforma constitucional, porque si no van a seguir los problemas.2
López Obrador ha señalado en diversas ocasiones que para lograr la reforma al Poder Judicial su partido y sus aliados requieren obtener una mayoría calificada en el Congreso en las elecciones de 2024.3 Dicho de otro modo, la reforma constitucional dejó de ser un accidente para convertirse en una prioridad. Es por lo anterior que ese proceso tendrá más un carácter plebiscitario que estrictamente electoral. El presidente buscará participar y dirigir la contienda, no sólo como el medio para elegir a los representantes populares, sino para someter a la ciudadanía la aceptación o el rechazo de aquellas propuestas que no ha podido introducir a la Constitución, como es el caso de la señalada Guardia Nacional, el cambio del régimen electoral por la elección popular de los juzgadores federales.
os modelos constitucionales
Los íres y veníres que acabamos de mencionar han hecho evidente la profunda ruptura entre la matriz democrática y liberal-social que anima la Constitución vigente y la visión populista implícita en el proyecto político de la 4T.4 En efecto, la Constitución mexicana es heredera y portadora de una concepción política y jurídica, el constitucionalismo, que se gestó a lo largo de los siglos XIX y XX.5 En una apretada síntesis, una Constitución moderna tiene varios elementos característicos: un catálogo de derechos humanos (individuales y sociales), las reglas de acceso y ejercicio del poder (que se traducen en un sistema democrático representativo y la división de poderes) y los mecanismos de defensa de la Constitución. En sus orígenes el texto constitucional de 1917 cumplía parcialmente con estos elementos pero, aun así, con el tiempo se fueron incorporando otros más como resultado de la evolución política y económica del país, en particular a partir de 1986.6
De manera súbita, este modelo que parecía imponerse por su propia lógica civilizatoria fue dinamitado por una realidad política que lo puso en jaque en todo el mundo y que identificamos bajo el concepto genérico de “populismo”.7 No podemos entrar aquí en las razones que explican el desencanto con el modelo democrático y liberal, sólo anotaremos que en buena medida se explica por las promesas rotas de mayor igualdad y bienestar, condición que creó tierra fértil para el surgimiento de nuevas promesas
Simplificando enormemente, el populismo es la expresión de un entendimiento específico de la democracia centrada en la idea de que existe un pueblo homogéneo y unitario cuya voluntad es suprema.8 Los populismos sostienen que las soluciones a los problemas son simples. Que el “pueblo sabio” sabe qué es lo que hay que hacer, y reivindican el papel de un líder carismático capaz de traducir el sentir del pueblo y que por ello puede desconocer los “obstáculos institucionales” necesarios para llevar a cabo la voluntad popular, sin necesidad de la intermediación de los partidos políticos.9 Dicho de otro modo, el sistema de pesos y contrapesos diseñado para evitar la concentración del poder y la garantía de los derechos literalmente explota frente al ejercicio político que considera que la voluntad popular debe imperar y que no debe estar mediatizada por nada ni por nadie. Al mismo tiempo, ese poder populista se justifica sobre la base de una democracia procedimental que le da legitimidad pero que lo aleja de la concepción democrática liberal.
La lógica del populismo lo lleva inevitablemente a enfrentarse a los mecanismos de división de poderes y aun al ejercicio de ciertos derechos (como los de expresión, debido proceso y propiedad), pues toda esta construcción estaría diseñada para favorecer a las élites y conservar un sistema de privilegios en detrimento de los pobres. Al mismo tiempo, se mantiene como una forma de democracia pues el aparato electoral subsiste y aun se expande con mecanismos de democracia directa como la consulta popular o la revocación de mandato, que servirían para expresar la voluntad popular (y que no es otra que aquella que encarna el líder). Es, en palabras de Mounk, una democracia jerárquica que permite que el líder, electo popularmente, ejecute la voluntad popular que él mismo interpreta.10
Esta concepción requiere de un mecanismo de legitimación que evite el desgaste generado por la lucha política con las instituciones de contrapesos. Se trata de permitir el despliegue sin cortapisas del proyecto de transformación. Como esa legitimación la genera necesariamente el derecho, entonces se requiere de una Constitución que exprese y facilite esta nueva condición.
Hacia una nueva constitución
Como apuntamos, la lógica inicial del gobierno de la 4T consistía en que el derecho era un obstáculo. Que la Constitución era un constructo salvable y la ley tenía un carácter meramente instrumental. Si servía a los propósitos de la transformación, se usaba. Si no, se cambiaba, eludía o ignoraba.
Pero pronto aparecieron los límites a esta visión, y cada vez ha quedado claro que existe una profunda incompatibilidad entre los propósitos transformadores de la 4T y el entramado institucional que vehicula la Constitución. Sus instituciones, particularmente los Poderes Legislativo y Judicial y los órganos con autonomía constitucional, constituyen mecanismos que obligan a que el proyecto transformador tenga que ejecutarse conforme a las normas jurídicas preexistentes. Por ello es que los “cuatroteístas” las han ido considerando crecientemente conservadoras, corruptas e inútiles.
Aun cuando en los orígenes del período presidencial de López Obrador se asumió que su carisma, la legitimidad de su nombramiento y el destino manifiesto que el pueblo mexicano le había puesto en sus manos iba a ser suficiente para lograr la amplia transformación nacional, lo cierto es que esa idea ha perdido fuerza. Lo que hoy parece requerir el movimiento, y de ahí la importancia y previsible virulencia de las elecciones de 2024, es la necesidad de obtener una amplia mayoría congresional para, ahora sí, crear una nueva Constitución que, repetimos, consolide los logros del pasado y fundamente el proyecto del México por venir.
En diciembre de 2022 Morena presentó el así llamado “Proyecto de Nación 2024-2030”.11 Desde el título se plantea la “radicalización de la cuarta transformación desde las bases” y una “revolución política”. Para ello, se apunta, es necesario convocar a un nuevo Congreso Constituyente para “garantizar el poder popular en la Carta Magna”, así como “revertir y reparar el daño de las reformas constitucionales neoliberales, antisociales y antiecológicas de las últimas décadas”. Adicionalmente propone crear un “nuevo poder popular al nivel constitucional compuesto por comités ciudadanos”, que tenga “facultades plenas para ejercer acciones en defensa del pueblo”.
En su estrategia, Morena no plantea convocar a un congreso constituyente para darle forma a un texto constitucional completamente novedoso. Por el contrario, Morena y sus aliados buscan obtener en las elecciones de 2024 una mayoría calificada en ambas cámaras, y mantener el número suficiente de legislaturas favorables en las entidades federativas, para así poder modificar gradualmente el texto constitucional, alterar su arquitectura liberal y posibilitar lo que llaman una “constitución popular”.
En lo anterior no hay invenciones o afanes conspirativos. Esta es la estrategia que anunció el presidente López Obrador en el mensaje con motivo de su quinto informe de gobierno, apenas el pasado 1.° de septiembre.12 Entonces avanzó su intención de reformar la Constitución para que la Guardia Nacional quede bajo el mando de la Secretaría de la Defensa Nacional, para asegurar que los jueces y ministros de la Suprema Corte sean electos mediante voto directo y para lograr, también, la “democratización” de las instituciones electorales.
Cualquiera que sea el camino que vaya a seguirse, desde ahora es posible dibujar algunos de los rasgos que se quiere que caractericen y diferencien a la pretendida constitución popular.
Un amplio catálogo de derechos con énfasis en los derechos sociales. Se constitucionalizarían algunas de las políticas sociales del lopezobradorismo, como son las pensiones a los adultos mayores, las becas a jóvenes y los subsidios al campo, siempre bajo la modalidad de entrega directa de recursos a las poblaciones beneficiarias. La propiedad privada quedará sujeta a restricciones por “interés público”, “interés social”, “utilidad pública” o la “seguridad nacional”.
Se extienden los mecanismos de democracia directa, se simplifica el régimen electoral y se limita o desaparece el financiamiento público a los partidos políticos que limitan su papel en el sistema de representación. Se modifican los mecanismos de integración y se reduce el número de integrantes de las cámaras de Diputados y Senadores.
Se otorgan al Estado amplias facultades para realizar expropiaciones o recuperar concesiones para la explotación de bienes o servicios públicos. La administración pública federal se rediseña para quedar más centralizada, con amplias facultades regulatorias y, claramente, subordinada al titular del Ejecutivo. Desaparecen las autonomías técnicas y la profesionalización de los servidores públicos. Se otorga prioridad a las empresas públicas y se les exime del régimen general de competencia económica.
Se mantiene la división de poderes, pero queda acotada por los mecanismos de control político, en particular mediante la elección de jueces, magistrados y ministros. Desaparecen la mayoría de los organismos con autonomía constitucional a fin de que los órganos de la administración pública federal se hagan cargo de sus funciones. Se crean mecanismos para el llamado “poder popular” de representación directa, ello con la finalidad de constituir un “cuarto poder”. Se preserva el régimen federal, pero se amplía aún más el espectro de facultades federales y los mecanismos de control político y económico sobre las entidades federativas.
Se eliminan las restricciones constitucionales para que las Fuerzas Armadas participen en actividades de gobierno civil. La seguridad pública, los puertos, aeropuertos, las aduanas, la migración y el control de algunas vías de comunicación quedan bajo la responsabilidad del Ejército y la Marina. Las Fuerzas Armadas gozan de un amplio fuero y un régimen especial a fin de que únicamente le rindan cuentas al presidente de la República.
Se fortalece el nacionalismo y la soberanía a fin de que el derecho internacional quede subordinado al derecho nacional. Se limita drásticamente el reconocimiento a las decisiones de organismos internacionales.
Reflexiones finales
Para la 4T, las elecciones de 2024 no son un ejercicio ordinario. Lo que está en juego es la profundización de la transformación prometida. Es por ello que la intención es convertirlas en un ejercicio plebiscitario que, de ganarse, les otorgue una hegemonía tal que les permita, ahora sí, modificar la arquitectura constitucional vigente. La apuesta es muy alta y el discurso polarizará para generar una disyuntiva del “todo o nada”. El pluralismo, que muchos entendemos como un valor crítico de la sociedad mexicana, está en riesgo; hay que entenderlo, asumirlo y enfrentarlo.
Finalmente queremos subrayar que las propuestas hechas por Morena no conducen necesariamente a una “nueva constitución”, producto de un Constituyente. Se trata más bien, como ha sucedido en las últimas cuatro décadas, de cambios puntuales cuyo efecto conjunto habrá de modificar la dinámica constitucional y transformar su práctica y significados. Al parecer intentan incorporar nuevos conceptos, principios o instituciones o resignificar otros que ya existen en la Constitución y que adquieren un nuevo sentido jurídico y político. En vía de ejemplo, supongamos que prospera la reforma que busca elegir a jueces y ministros. ¿Podemos razonablemente suponer que interpretarán la Constitución de la misma manera que lo hacen los jueces de hoy? Creemos que la respuesta es obvia. Estamos frente a un potencial cambio mayúsculo del sentido de la Constitución. Por eso importa reflexionar sobre la propuesta, los procedimientos mediante los cuales pretenden llevarlas a cabo y las consecuencias que podrían obtenerse sobre la vida de todos nosotros.
FUENTE: redaccion